El beso solitario de la señora Dalloway
Cuando dos escritores muertos vistan a una literata cansada un viernes por la noche, existen dos posibilidades para manejar la situación: Llamar al manicomio o escribir sobre ello. En la Ciudad Q no hay manicomios, así que la escritura resulta la única alternativa para lograr que tan peculiar encuentro perdure. Fue un viernes de abril, ¿tal vez de diciembre?, el tiempo pasa de manera diferente cuando una se encuentra sentada en el sofá mirando el televisor. Por causalidad o destino, llegué a uno de esos canales norteamericanos, esos que tiene sus “domingos de acción” o sus “sábados de romance”, ese era un “viernes normal” y comenzaba Las horas del director Stephen Daldry. La película siempre me ha gustado, el reparto se encuentra encabezado por la leyenda Meryl Streep y la asombrosa Nicole Kidman. Ésta última interpreta el papel de Virginia Woolf, la escritora inglesa cuya novela La señora Dalloway, sirvió de inspiración a Michael Cunningham para escribir Las horas. Resultó un tanto llamativo que en la primera escena, cuando Kidman caracterizada de Woolf cruza corriendo a toda prisa la puerta de su casa, para mi sorpresa, llamaran a mi puerta Virginia Woolf y el poeta chileno Pablo Neruda.
Siguiendo el consejo de Clarissa Dalloway, protagonista del libro que ocupa la atención de las siguientes líneas, intenté ser la mejor anfitriona posible y les ofrecí una bebida a mis invitados espectrales (nada de alcohol por supuesto), hice té como si todos fuéramos unas abuelitas inglesas. Con el propósito de dar mayor alegría a la habitación, o simplemente para volver más surrealista todo el asunto, acerqué un florero con cinco capullos literarios al centro de la reunión. Me miraban, los miré. No era costumbre tener escritores de ultratumba en el departamento vacío los viernes por la noche. Las horas continuaban corriendo a sus espaldas, el primer beso apareció en la pantalla, Richard Brown y Clarissa.
Mientras los personajes se besaban, era el turno de las flores literarias para tomar la palabra. Neruda me ofreció un cigarrillo, lo acepté, me sonrió —En un beso sabrás todo lo que he callado. Lo miré pasmada, en ese momento Woolf colocó su mano sobre la mía y con una sonrisa tristísima susurro en el mismo instante que el personaje de la pantalla —Oh, señora Dalloway, siempre dando fiestas para cubrir la soledad.
Nadie en su sano juicio (o frente a la ausencia de éste) puede evitar el estremecedor choque que produce la unión de dos pares de labios. Hay murmullos de viento o murmullos de letras en la habitación, el florero quiere hablar. La primera flor habla, Neruda la mira con curiosidad, es una versificadora chilena como él. Una Mistral inigualable confronta a Neruda mientras se coloca la boina de los versos —Hay besos que producen desvaríos/de amorosa pasión ardiente y loca,/ tú los conoces bien son besos míos /inventados por mí, para tu boca. Las horas, las horas y las horas transcurrían de fondo con los besos insertados en el momento oportuno para conmocionar al espectador. Todos vivimos en una burbuja individual, en los propios mundos, caminamos a nuestro propio ritmo, en resumidas cuentas: estamos solos. Sin embargo, los besos rompen la soledad de los tristes personajes reales, generando el encuentro entre dos individuos que se vuelven uno solo. Los gritos de uno se convierte en el de todos, el florero grita. Una segunda flor vocifera por encima del resto. Una Pellicer, especie dual que paradójicamente proviene de un mundo dual. México, ¿nuestro México? —Que se cierre esa puerta/que no me dejan estar a solas con tus/besos.
Dicen que los besos queman, sonríen, rompen, consuelan y unen. En La señora Dalloway el beso entre Sally Seton y Clarissa Dalloway durante su juventud, crea un pasaje en el cual los personajes generan una burbuja compartida:
Entonces se produjo el momento más exquisito de la vida de Clarissa, al pasar junto a una hornacina de piedra con flores. Sally se detuvo; cogió una flor; besó a Clarissa en los labios. ¡Fue como si el mundo entero se pusiera cabeza abajo! Los otros habían desaparecido; estaba a solas con Sally. (Woolf, 29)
La soledad grita y lo besos callan. Si existe una flor que comprende el silencio de los besos y el grito de la soledad es aquella que pertenece a la especie Pizarnik. En silencio Woolf toma la flor entre sus manos, una espina corta su dedo índice. La gota de sangre resbala por el tallo —Alguna vez de un costado de la luna/ verás caer los besos que brillan en mí. En La señora Dalloway el monólogo interno de cada personaje revela lo ruidosa que es la soledad en la mente de cada uno de ellos. La narración a partir del flujo de conciencia corona a Septimus Warren Smith como el solitario lleno de ruido por excelencia. Para Septimus es imposible escapar de lo que ocurre en su mente, es ahí donde se encuentra totalmente solo, sin importar que su esposa Lucrezia esté justamente sentada a su lado. La ventana parece próxima, cada vez más próxima. Las gotas nocturnas golpean el cristal llamando a los espectros visitantes que saben de cercanías. Woolf camina hacia la ventana. Pega la cabeza al cristal y suspira. ¿Acaso la soledad puede ser tan ruidosa que alguien decida saltar por la ventana con tal de silenciarla?
No existe cura para la condición solitaria a la cual se encuentra entregado el ser humano, sin embargo, la tregua que ofrece el beso resulta un gran alivio para aquellos que no aguantan el peso de estar solos. Una de las flores del mal, que corona con su roja intensidad el centro del florero, suspira. Mira a Woolf conmocionada, una lágrima brota de sus pétalos para susurrar —Tú sufrirás eternamente la influencia de mis besos. Es posible, que en plena posmodernidad, o como se quiera llamar al momento en el cual nos encontramos, se cree que escribir sobre “trivialidades” como los besos y la soledad puede ser considerado insignificante o poco práctico e incluso frívolo; sin embargo, ahora más que nunca es necesario hablar de la frivolidad que pesa en los solitarios. La última flor sonríe bajo la mirada expectante de todos. Francesa, con un pasado oscuro y una fragancia aterradora. Las Maupassant saben conmover la vida de todo aquel que se atreve a mirarlas, con presencia grotesca, susurran —¡El beso es inmortal!, ¡Va de boca en boca, de siglo en siglo, de edad en edad; los hombres lo recogen, lo dan y mueren!
Woolf me mira, es su quinto cigarrillo, sonríe. Se levanta y camina junto a Neruda, le pide fuego y le dice —Nos hemos vuelto insensibles a cambio de rapidez, inmediatez y practicidad. En pleno siglo XXI la señora Dalloway dejó de salir a caminar porque tenía que llevar a los niños a la escuela y ayer, Septimus Warren saltó de un edificio para convertirse en un escándalo pasajero en las redes sociales. Neruda, pensativo, da un sorbo a su taza e inclinando la boina (recién recuperada) hacia un lado, responde —Si se olvidan cosas como la soledad y los besos ya nada conmocionará a las personas, ya nada resultará bello, nada nos hará sentir. Y es así como observo Woolf y a Neruda conversando con las flores, todo esto me hace pensar en el sentimiento, en el amor, en la soledad…
Quizá, a favor de poder conmocionarnos, para así poder sentir una vez más, para emocionarnos y recuperar esa sensibilidad; es necesario sentarse en los departamentos vacíos los viernes por la noche, con el florero en el centro lleno de versos, con Pablo Neruda y Virginia Woolf a un lado, fumando los cigarrillos una y otra vez. Quizás, ahora se escuche algo más, un algo compartido sea inglés o chileno. La película había terminado, un anuncio que proclamaba una silla con mesa incluida ¡el invento del siglo! Apagué el televisor, miré el departamento vacío y apelando a toda la memoria que se puede tener a las dos de la mañana… ¡Por fin lo dije! —¡Amor, cuántos caminos hasta llegar a un beso, /qué soledad errante hasta tu compañía! .