Un mural sumergido en las aguas del Lerma
“El cárcamo distribuidor llenaba una función necesaria de hidrodinámica. La arquitectura del edificio había sido erigida en memoria de los obreros muertos durante la ejecución de los trabajos, sacrificando sus vidas del modo heroico más alto, por dar de beber al pueblo sediento de la ciudad de México.” Diego Rivera
En la segunda sección del Bosque de Chapultepec, a unos pasos de la estación de Metro Constituyentes, entre los arbolados caminos que llevan al Museo de Historia Natural, La Feria de Chapultepec y el Lago Mayor, se ubica el Cárcamo de Dolores también conocido como el Cárcamo del Lerma. La espesura enmarca un enorme claro artificial donde se extiende una plaza embaldosada con forma de diamante de beisbol sobre la que se levanta una gradería en contraposición a un modesto edificio cúbico rematado en una cúpula de tambor sencillo, obra del arquitecto Ricardo Rivas. Lo más destacado es una amplia fuente de mosaicos que preside rebuscadamente a la arquitectura, elemento proyectado por el muralista Diego Rivera.
Una pequeña escalinata con jardineras da paso a otro nivel donde se extiende la fuente en parterre, es decir, a nivel del piso. Al centro de una forma trapezoide se inscribe un altorrelieve de esculto-pintura que representa a Tláloc, divinidad mexica de la lluvia. La figura está plasmada en una postura extremadamente abierta con el torso de frente y las piernas de perfil, estrategia compositiva que ―a decir verdad― le brinda cierta familiaridad con el arte egipcio. La pierna izquierda está estirada y el brazo del mismo lado se encuentra flexionado, al otro lado del torso la figura se equilibra con el brazo extendido y la pierna flexionada. Con la diestra el dios ofrece cuatro granos de maíz, mientras que en la mano izquierda carga un par de mazorcas. Va ataviado con el maxtlatl, y lleva rodilleras, brazaletes y huaraches bicromáticos en blanco y rojo óxido de hierro. En el torso se observa el músculo recto marcado y coloreado de azul maya, y un peto que cubre el pecho de cuyo borde cuelgan chalchihuites. El relieve está enmarcado por un mosaico de fondo verdoso (quizá se ve de ese color por la presencia de moho y otras especies de flora acuática) donde Tláloc está siendo acompañado por un Quetzalcóatl con pico de águila que recuerda un poco a las serpientes emplumadas en las acuarelas para el Popol Vuh de 1931, y que parece anticipar el mosaico realizado en la Ehekatlkalli (o Casa de los Vientos) para Dolores Olmedo en Acapulco. La serpiente, en su advocación como patrón de los vientos del poniente, ayuda a distribuir el obsequio que Tlaloc tiene para los hombres: la lluvia que riega los cultivos de la semilla que porta en las manos. La posición y la monumentalidad del dios de la lluvia responden a los propósitos del artista, quien “con intención de tener su máxima visibilidad desde la altura —desde el avión— [quería] recibir al viajero llegando a la ciudad con la expresión plástica de su pueblo.”[1]
Todo el conjunto de la fuente está policromado en técnica de mosaico con rocas de distintos colores naturales, una estrategia que el arquitecto y pintor Juan O’Gorman habría de implementar en los murales de la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, y en los cielos rasos del Anahuacalli.
La cabeza está orientada hacia el cárcamo. Con la mirada fija en el cielo, voltea la conocida cara con colmillos, nariguera y orejeras; sin embargo, conforme se avanza en dirección al pórtico del cárcamo, descubrimos que una doble faccia con la boca abierta voltea desde la coronilla del personaje hacia el interior del edificio, una brillante estrategia que integra la obra externa de la esculto-pintura, con el mural “sumergido” en la caja de aguas.
El edificio tiene el acceso a través de un vestíbulo de siete arcos adintelados muy elevados. La entrada al “Museo del Cárcamo” tiene un módico costo de $25 para el público general, de $11 para estudiantes, maestros y niños menores a 12 años, y de acceso gratuito para los adultos mayores.
En el interior descubrimos que se trata de un espacio muy sencillo compuesto por un pasillo perimetral cuadrado alrededor de una caja sumergida, semejante a una piscina; no obstante, destaca la pintura mural de Diego Rivera atiborrada de elementos que abarca todo el espacio cóncavo de la pileta.
El regalo de Tláloc entra por un túnel abierto en el muro poniente, sobre el cual Rivera pintó dos manos que salen de la tierra para vaciar el agua en el contenedor. Es entonces cuando la doble careta de la fuente cobra sentido pues, con el tiro visual en perspectiva a través del vano central del pórtico, las manos se integran con la cabeza para recrear nuevamente al omnipresente Tláloc. Del túnel salen ingenieros y obreros que emplean sus cascos como copas para dar de beber al pueblo sediento y deshidratado en medio de un paisaje árido.
En el muro norte Rivera pintó una mujer mongoloide, pues según los últimos estudios geológicos de aquellos años, durante las excavaciones en el perímetro del Círculo Ártico, salieron principalmente restos humanos de este fenotipo racial; mientras que, en el muro sur, basándose en las mismas investigaciones pero del Círculo Antártico, el pintor plasmó un hombre negroide por ser el fenotipo dominante encontrado en aquel casquete.[2] Aún con los rasgos asiáticos, la mujer tiene un gran parecido con el monolito de Chalchiuhtlicue ―esposa de Tláloc― pues presenta orejeras de chalchihuite, la boca entreabierta geométricamente rectangular, y de sus brazos parecen emanar ondas de agua como si fueran los ríos que brotan de los puños de la Diosa. Siguiendo esta idea, se puede especular que el hombre del muro sur podría ser nuevamente Tláloc; no obstante, parece una idea poco probable, pues no presenta atributos iconográficos que puedan encaminarnos a esa interpretación.
En El agua, origen de la vida, también están representadas distintas actividades humanas vitales y recreativas que dependen de este importante elemento, como la agricultura, la higiene y la natación. En la parte inferior aparecen flora y fauna acuáticas que rodean a la mujer y al hombre de los muros norte y sur, donde se aprecian peces, crustáceos, reptiles y anfibios, con una importante presencia del auto atributo de Diego Rivera: los sapos, ranas y ajolotes. En el piso otras especies microscópicas, monocelulares y pluricelulares salen de la corriente del túnel para distribuirse en el cuadro en ondas serpenteantes de gran belleza compositiva.
En el muro oriente, los arquitectos e ingenieros responsables de las obras del Lerma se encuentran en una junta en la que revisan los planos del proyecto.
Aunque en la actualidad la caja de aguas del cárcamo se encuentra vacía y hasta un poco polvorienta, fue proyectada para que el agua corriera e inundara el mural. Por eso Rivera tomó en cuenta los efectos ópticos del reflejo y la refracción del agua en la perspectiva que empleó en esta composición. Esa es la razón de que las figuras antropomorfas tengan la cabeza tan alargada y fuera de proporción con respecto al cuerpo. También, con el fin de que la obra resistiera el medio acuoso, utilizó una mezcla de poliestireno y hule líquido como técnica plástica impermeable.
Sin embargo, el agua de la caja, aquel “origen de la vida”, también fue la causa del constante deterioro que sufrió la obra durante la segunda mitad del siglo pasado. Desde su inauguración en 1951, los responsables de la obra hidráulica olvidaron colocar los cernidores que impedirían que la materia orgánica ―como hojas e insectos― se filtrara, por lo que para 1991 el mural se encontraba casi cubierto en su totalidad por una capa de limo café verdosa de 5 milímetros de grosor. Además, los cambios drásticos en la temperatura también habían provocado cuarteaduras en las paredes. El muro oriente era el más dañado, pues tampoco colocaron nada que detuviera la fuerza y el impacto de la corriente que entraba por el túnel poniente. Entonces la obra se creyó perdida, sin embargo, el limo pegado a los paramentos había servido como capa protectora para el mural. Al ver que únicamente se había desprendido un 20% de la capa pictórica, se procedió a un trabajo de restauración; excepto en el suelo, que tuvo que reconstruirse casi en su totalidad por una invasiva impermeabilización que se le había aplicado años antes.[3] Después de dos años en restauración El agua, origen de la vida quedó consolidado según el diseño y los materiales originales; no obstante se decidió desviar el cauce del Lerma como estrategia de conservación.
El Cárcamo de Dolores fue y sigue siendo una obra maestra de la integración plástica de mediados del siglo pasado, por conjugar en un mismo espacio la obra arquitectónica e ingenieril, la pintura, la escultura, el mosaico y el paisaje del Bosque de Chapultepec. La visita es todo un deleite, pues la escala monumental de todos sus elementos nos permite sumergirnos en un espacio único que resulta increíble que esté inmerso en el corazón de la Ciudad de México.
Cárcamo de Dolores | Autor: Diego Rivera y Ricardo Rivas (arquitecto) | Año: 1951 | El agua, origen de la vida (caja de aguas), poliestireno y hule líquido; Dios de la lluvia Tláloc (fuente) Esculto-pintura en parterre con mosaico de rocas naturales.
Museo Jardín del Agua/Cárcamo de Dolores | Horarios: Martes a Domingo: 10:00 a 17:00 hrs. | Precios: $25 público general; $11 Maestros y estudiantes (con credencial vigente) y niños de 3 a 12 años. Entrada libre a adultos mayores y grupos vulnerables. Martes entrada libre general.
Av. Rodolfo Neri Vela, Bosque de Chapultepec II Secc, Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México.
[1] Diego Rivera, “Integración plástica en la cámara de distribución del agua del Lerma. Tema modular: El agua, origen de la vida en la tierra”, en Espacios, Revista Integral de Arquitectura y Artes Plásticas, número 9, México, 25 de febrero, 1952.
[2] Ídem.
[3] Isabel Tovar de Arechederra y Magdalena Mas coomps., Ensayos sobre la Ciudad de México IV: Reencuentro con nuestro patrimonio cultural, México, CDMX/UI/CONACULTA, 1994, pp. 188-189.